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Febrero 2014
Navegar por el Beagle al estilo de Darwin.

Nos subimos a un crucero de exploración por el Estrecho de Magallanes y el canal Beagle, recorriendo imponentes glaciares, angostos fiordos, vestigios de asentamientos yámanas y solitarias islas con colonias de cormoranes y elefantes marinos. Esta es una excelente oportunidad para conquistar el impenetrable Cabo de Hornos y revivir las aventuras de los antiguos exploradores por Tierra del Fuego.

A bordo del Stella Australis los paisajes son cambiantes y sorpresivos. Se trata de un crucero de exploración que combina la hotelería de alto nivel con excursiones en tierra a lugares vírgenes, recorriendo desconocidos rincones y empapándose de las historias de fueguinos y colonizadores que osaron navegar por estos mares.

Habitado en su mayoría por turistas norteamericanos y europeos, los viajeros chilenos se están atreviendo, cada vez más, a este tipo de turismo en el fin del mundo. La aventura no es poca cosa: recorrer en cinco días desde Punta Arenas hasta Ushuaia, internándose por recónditos fiordos donde la naturaleza sorprende a cada minuto. Desde el barco y los grandes ventanales que circundan sus cabinas y salones, las vistas panorámicas se suceden una tras otra, con la sensación permanente de estar viendo una película que acontece afuera. Los paisajes son magnéticos y dan ganas de observarlos durante horas. La cubierta del barco es perfecta para tomar fotos, pero una opción más confortable -y sin viento- es instalarse en uno de los salones de proa o popa, donde hay cómodos sillones para leer, dormir siesta o disfrutar del espectáculo de la naturaleza en movimiento.

En el Australis se vive y respira el turismo de intereses especiales. Durante el día, puede participar de alguna de las entretenidas charlas que se dictan en el barco para saber más sobre las arriesgadas expediciones de los navegantes europeos, las formas de vida nómade de los fueguinos o la diversa y fascinante fauna y especies nativas que encontraremos a lo largo de esta travesía. A las pocas horas de zarpar de Punta Arenas, el estado de relajo se vuelve permanente, alimentado por un atardecer que es, literalmente, azul.

A bordo no hay televisión ni acceso a internet, pues la entretención está en vivir una experiencia outdoor, sin dejar de lado la placentera vida de crucero: energéticos desayunos y almuerzos buffet, cenas donde abundan pescados de la región, centollas y corderos, sofisticados postres y variadas cepas de vino. Con sistema de barra libre, las noches son animadas con películas, bingos y divertidos karaokes anglo, donde los turistas deslizan su fascinación por Elvis, Queen o Abba. Aquí, en medio del Estrecho de Magallanes, se perdonan las desafinaciones.

Las excursiones en tierra son uno de los platos fuertes del viaje. Al amanecer, navegamos por el seno Almirantazgo, un impresionante fiordo donde abundan los glaciares y los bosques magallánicos del Parque Nacional Alberto de Agostini. Llegamos en zódiac hasta bahía Ainsworth, a los pies de la cordillera de Darwin. Comienza a nevar y el frío es cosa seria, pero el lugar es tan prístino y solitario que las bajas temperaturas pasan a segundo plano. Caminamos dos horas entre murallones de rocas cubiertas de musgos y bosques jóvenes, de no más de 500 años, donde abundan lengas y ñirres, además de arbustos de calafate y murtillas. Las carancas, skúas y caranchos se dejan ver, mientras los tiuques pasan raudos con su característico silbido. Los castores han construido velozmente diques que devastan el bosque, mientras arriba, en lo alto, sobrevuela un cóndor. Desde la bahía es posible observar una colonia de elefantes marinos, una de las pocas que habitan el Pacífico. La mejor época para verlos es entre septiembre y marzo.

En medio de este paisaje aparece el glaciar Marinelli, un imponente ventisquero de 40 metros y luminosos tonos azules, que ha retrocedido más de 12 kilómetros a causa del cambio climático.

Por la tarde, es el turno de las aves. Nos acercamos en zódiac a las islas Tuckers, que con sus extrañas formas rocosas son uno de los ecosistemas elegidos por miles de pingüinos y cormoranes para nidificar. Se desplazan con extrema agilidad entre cuevas y roqueríos, cuidando a sus huevos y polluelos.

Por la mañana, el estruendo es monumental. Frente al glaciar Pía un sonido cavernoso sorprende a los viajeros, que no tardan en sacar sus cámaras aunque no saben bien a dónde disparar. En unos segundos, que se hacen eternos, trozos de hielo que parecen estampillas comienzan a desprenderse y se dispersan lentamente por el agua. Este lugar es uno de los imperdibles del viaje: los turistas se quedan horas observando, como hipnotizados por los colores y las particulares formas que adquiere el glaciar. Es posible realizar una caminata corta pero empinada hasta un mirador, donde las vistas siguen siendo sorprendentes, pues estamos rodeados de agua, hielo y macizos nevados. Y para que el frío no logre borrar la sensación de plenitud de este momento, el crucero instala en tierra una barra que reparte chocolate caliente y whisky a los viajeros.

En la tarde, el desfile de glaciares continúa. Navegamos por uno de los brazos del canal Beagle, donde se suceden varios glaciares, todos con sus nombres: España, Alemania, Italia, Francia, entre otros. Es la oportunidad para degustar, desde los salones del barco, las comidas y bebidas típicas de esos países.

Navegar por el Cabo de Hornos es una experiencia visceral y llena de adrenalina. Sólo al llegar a la zona sabremos si podremos bajar en zódiac. Entregados a la voluntad del clima, y donde el horizonte es sólo mar, es inevitable pensar en las dificultades que tuvieron Magallanes y Pigafetta en su expedición de 1520.

En el Cabo de Hornos se juntan los océanos Pacífico y Atlántico y las cifras son para tenerles respeto: las mareas alcanzan olas de seis, 10 o 15 metros de altura y los vientos corren entre 40 y 200 kilómetros por hora. Si hay buen clima, es posible bajar a tierra, y si no, lo mejor es ubicarse en el salón del tercer piso del crucero, poco frecuentado por los turistas y con vistas de 180 grados. Aquí, el tiempo pasa lento, aunque afuera la tormenta y los vientos se hayan desatado.

La última excursión antes de desembarcar en Ushuaia es bahía Wulaia, un importante asentamiento yámana y lugar de los sorprendentes relatos de Jemmy Button, quien fue llevado por Fitz Roy junto a otros tres indígenas a Londres para aprender el idioma y las costumbres occidentales. Viajaban a bordo del HMS Beagle, junto a un joven naturalista llamado Charles Darwin. El resto es historia.

En la única construcción que queda en pie en Wulaia, y que corresponde a una antigua casa de colonos y misioneros anglicanos, funciona un centro de interpretación, con información y muchos datos para profundizar en la historia de los canoeros yámanas y los sucesivos intentos de colonialismo europeo. Pero más allá de la historia, Wulaia es, por lejos, el lugar donde la belleza natural y la geografía dejan sin aliento a los viajeros. Vale la pena caminar hasta lo alto, en un recorrido empinado que atraviesa un bosque de notofagos, digüeñes y helechos. Al llegar al mirador, uno entiende por qué los turistas no se quieren ir de Wulaia, y más de alguno pregunta, con una cuota de ingenuidad, si existen alojamientos en esta solitaria bahía.

FUENTE: TENDENCIAS, DIARIO LA TERCERA
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